NACIMIENTO Y
BAUTIZO
Y un buen día, la cigüeña, tras hacer el
raíd París–Madrid sin escalas, entró por una ventana,
depositó su carga al lado de la parturienta doña Victoria –que por cierto
estaba durmiendo– y se largó por donde había venido.
La carga era una cosa parecida a una
patata, pero colorada y de considerable tamaño; cuando don Alberto investigó en
aquella especie de tubérculo pudo comprobar dos cosas: primera, la patata era
niño; segunda, el niño tenía las proporciones de una gamba, ya que la cabeza
era bastante más grande que el resto del cuerpo.
–¡Es niño, es niño! —anunció alborozado
don Alberto, como si el hecho tuviera algo de extraordinario.
Sus voces despertaron a doña Victoria,
la pobre, que se apresuró a tomar posesión de la criatura:
–¡Qué cosa más rica! –y a punto estuvo
de comérselo; a besos, naturalmente. Luego tuvo un presentimiento y anunció a
grandes voces–: ¡Tengo el presentimiento de que no va a ser como su hermana!
–¡Dios quiera que no erremos al poner en
él todas nuestras complacencias! –alzó los ojos al techo don Alberto.
Pronto se vio que el recién nacido no
los iba a defraudar: una vez expelido el alhorre –o sea, su primera caquita–
hizo sus cosas en los pañales siempre a las mismas horas y noche tras noche
respetó el sueño de sus padres y el de los vecinos: llorar no lloraba porque,
según diagnosticó el doctor Camueso, la criatura se entretenía pensando en sus
cosas:
–Mismamente El Pensador de Rodin en actitud
cogitativa –diagnosticó el doctor Camueso, médico de la familia, cuando se le
llamó para que examinara al niño, sorprendido en la cuna echado de lado, el
mentón apoyado en una de sus manitas y el codo en una de sus rodillas. Y
recetó–. Que tome mucho glicerofosfato, que va muy bien para el cerebro.
¿Qué pensaba la cogitativa criatura? No
se sabe. Pero sí que lo hacía con prolongada e intensa concentración, pues los
sesos, sin duda porque le hervían, le recalentaban el cráneo hasta tal punto
que un día de mucho frío el gato tomó su cabeza por un termosifón, y poco faltó
para que lo asfixiara –al niño, no al termosifón– al instalarse sobre su
rostro.
Le bautizaron con el nombre de Vicente
para perpetuar –en la medida de lo posible, claro– la memoria de un abuelo de
don Alberto: el hombre dejó tantos y tan ejemplares ejemplos de virtud que
relacionarlos sería el cuento de nunca acabar, de manera que para no ponernos
pesados cederemos la palabra a don Alberto, y que sea él quien narre el último
ejemplo que dio en vida su ejemplar abuelo:
–Un año tuvo la fortuna de que le tocara
el premio gordo del sorteo de Navidad en una participación de diez céntimos.
Quede claro que la participación fue un obsequio de la tienda de ultramarinos
en la que se surtía la familia: mi abuelo Vicente abominaba de los juegos de azar
y no compraba lotería. Pues bien: en vez de dilapidar el premio en turrones y
sidra El Gaitero, que es lo que hicieron los otros afortunados, aquel ejemplo
de previsión depositó la participación en un banco y declaró a la prensa que
había que pensar en el día de mañana. Desgraciadamente él no lo vio –el día de
mañana, digo– porque falleció aquella misma noche de muerte natural.
Y tan natural, porque ya tenía ciento y
pico años. Pero volvamos al bautizo, en el que Vicentito,
según dijo un invitado, estuvo hecho una malva: ni berreó, ni le mordió a la
madrina, no se hizo pipí en el padre Amelgo, que fue
el oficiante:
–La circunspección de este nuevo
cristiano es más propia de un padre de la iglesia que de un catecúmeno recién
cristianado –comentó el virtuoso sacerdote.
Su díscola hermana Pepita, en cambio, se
pasó sacramento coqueteando con el monaguillo, empeñada en que el chico tocara
la campanilla:
–¿A que no tocas la campanilla?–, lo
provocó una y otra vez, entre morisquetas y cucamonas.
Finalmente, obnubilado por las artes de
seducción de la niña, el acólito rompió a tocar la campanilla como un loco –a
rebato y sin venir a cuento– y en un tris estuvo que
el bautizo acabara como el rosario de la Aurora, porque del mismo susto a la
madrina se le cayó de los brazos el flamante cristiano, y así, en lugar de
sacarlo de pila, como era su obligación, en la pila pudo dejarlo para siempre,
porque la crisma de Vicente se estrelló contra el borde de la tantas veces
citada pila, que por cierto, era de piedra berroqueña.
Pero ni siquiera en aquel momento perdió
la criatura su circunspección, cualidad que tanto iba a maravillar a las
visitas, esas señoras que con el pretexto de hablar de lo cara que está la vida
se dedican a pasa el dedo por los muebles ajenos, para ver si hay polvo.
–¡Que circunspecto! –cacareaban. Y después de pasar el dedo por el occipucio de Vicente en busca de polvo, concluían–: ¡Si parece un jurisconsulto!